De músicos, poetas y locos, todos tenemos un poco
José Manuel Noceda Fernández
La obra de Nelson González resulta difícil de encasillar, pues gravita en ese espacio intersticial del arte cada vez menos adscrito a la obsolescencia de determinados ismos o tendencias, propenso en cambio a explorar los giros hacia prácticas muy en uso según demande cada proyecto. Si bien sus coordenadas se configuran desde el desplazamiento constante por el dibujo, la pintura, la performace, el video y el audiovisual, en sus más recientes acciones tiende hacia el entrecruce total de los diferentes medios, disciplinas y soportes. Ese dúctil manejo de su perspectiva personal favoreció fuera invitado a la Duodécima Bienal de La Habana, en mayo-junio de 2015.
Los procesos de selección de artistas en cualquier bienal son complejos y La Habana no es la excepción de la regla. La organización de cada una de sus ediciones resulta un ejercicio de mucho rigor, exige que los curadores sometan al escrutinio colectivo del resto del staff curatorial las propuestas por regiones, de las cuales emergen las invitaciones finales.
Como evento generado al margen de los circuitos globales del arte, la cita habanera prestó atención desde su apertura, en mayo de 1984, a regiones geopolíticas y producciones visuales preteridas por entonces en los escenarios hegemónicos donde se dirimía la circulación internacional, hasta afianzar sus presupuestos y convertirse en una alternativa a estos. En aquellos años era poco común identificar la presencia de artistas de Asia, África, Medio Oriente, América Latina y el Caribe en bienales internacionales y en las megaexposiciones temáticas. Trabajando desde los pliegues y las tensiones Centro-Periferia acuñada por Raúl Prebisch, floreció en muy poco tiempo como plataforma inédita de encuentro y diálogo para las periferias culturales. En particular, modificó ostensiblemente el signo ideológico de los grandes eventos al privilegiar las voces de las culturas subalterna por encima del corte dominante de la mainstream.
Ha sido una bienal transgresora e inclusiva, proclive no solo a la defensa de la pintura, la escultura, las instalaciones y el arte objeto, la fotografía, el video y las videoinstalaciones, o las acciones y performances, sino también de los valores estéticos contenidos en la arquitectura, las artesanías y manualidades o en los saberes de raíz popular. A tono con los desplazamientos en el campo del arte fue inclinando la balanza hacia manifestaciones y tipologías de lo artístico de mayor actualidad. Experimentó un giro importante cuando pasó de la visión “presencialista”, de obras y proyectos para su contemplación y disfrute en espacios interiores, a las producciones lúdicas o interactivas para el espacio público, fueran estas más o menos innovadoras. Si bien desde la segunda bienal en 1986, con el taller de Julio Le Parc en uno de los parques del Vedado en La Habana y otras iniciativas, apunta de manera ascendente hacia lo urbano y lo público, no fue hasta la Séptima edición en el 2000 que se sistematizan los esfuerzos por expandir los alcances del arte más allá de los recintos amurallados del museo y la galería.
Experiencias de por medio, y después de treinta años y once ediciones definidas en buena medida por la exposición vitrina, hacen comprensible la introducción en la duodécima bienal de un giro radical dentro de su proyección y avalan cómo en la búsqueda de nuevos horizontes al modelo bienal por ella instrumentado apostara decididamente en dos direcciones que de un modo u otro ya habían sido medianamente esbozadas, es decir, el carácter transdisciplinario de ciertas prácticas artísticas y las acciones y proyectos planteados hacia la calle, los barrios y comunidades, desde metodologías inscritas en la inserción social del arte, movilizando así el criterio espacial del evento hacia territorios no tradicionales de muy diverso orden.
Para nada eran conceptos ajenos a la proyección de Nelson González. Al tanto de su trabajo desde 6 o 7 años atrás, después de observar su progresión, se manejó su obra en la propuesta del Caribe y resultó invitado, en virtud de la naturaleza multidisciplinar y el dominio del espacio público puestos en práctica en proyectos anteriores que involucraban al grafiti, el diseño y el video, el documental, las performances en exteriores y el teatro ambulante o las experiencias sensoriales y colectivas. “No por mucho madrugar, se amanece más temprano”. En una fase de transacciones y acompañamiento curatorial, se le orientó hacia la zona de esa producción más próxima a los presupuestos teóricos y los enlaces disciplinares, con énfasis asimismo en los procesos y no solo los resultados finales, en la intermediación, las micro-políticas y los micro-espacios de socialización.
González había estado cerca de un mes en La Habana en el 2013, período suficiente para quedar atrapado en las redes de circunstancias demasiado locales. En tiempo récord se coló en la trama social de la ciudad; recorrió sitios diversos, desde los espacios céntricos hasta los barrios de mayor sordidez y adquirió un conocimiento bastante abarcador aunque incompleto, por supuesto, del cubano, su entorno social y de vida, impuesto de los avatares y disfuncionalidades económicas del país. Por eso, las primeras propuestas tuvieron que ver con el peso cubano. Pero si bien el papel moneda o el dinero han sido recursos simbólicos socorridos en el arte latinoamericano, en el caso de Cuba parecía, además, hurgar en una problemática en extremo obvia, demasiado circunscrita podría haber dicho Alejo Carpentier, profusamente abordada desde adentro por los artistas cubanos a lo largo de más de veinte años.
Se le insistió en otros posibles caminos hasta finalmente concordar con él en ¡Vamos a ver si eso es verdad...! Con punto de salida en la redacción de un guión teatral y su posterior puesta en escena, la primera impresión una vez recibido el texto fue de que se estaba metiendo “en la pata de los caballos”, al apostar por un megaproyecto difícil de encarar dadas las consabidas limitaciones del contexto de producción habanero.
La estructura del guion hilvana dos historias paralelas. La estruendosa caída en un hipotético solar habanero de una suerte de absurdo meteorito, destapa los percances de una familia “modelo” con las tribulaciones de una madre cuyo hijo sale a correr una mañana y no regresa. En un ambiente de estupor colectivo, entre los vecinos acontece la narración matizada con la enjundia y el gracejo de la cultura vernácula, acompañada por la religiosidad sincrética propia de esos entornos sociales.[1] Con trasvases constantes entre lo “culto” y lo “popular”, y con la materia prima de dichos y refranes, articula un diálogo cargado por el amplio uso de esos referentes y la multiplicidad de lecturas y potencialidades simbólicas contenidas en tales construcciones de la oralidad.
Convincentemente intercalado a lo largo del guión, el inventario de frases, resumen de saberes y parábolas alusivas a las condiciones de vida y experiencias de precariedad y sobrevivencia localizables más allá de ese entorno barrial, identificaba aspecto notables de lo cotidiano cultural e informaba sobre la disposición ante la vida por encima de privaciones y carencias, gracias a las sentencias contenidas en los diálogos, los giros de doble sentido y el manejo del humor propios de ese tipo de expresión de amplio uso en la comunicación interpersonal y colectiva.
Si bien no es la primera ocasión en que un artista del Caribe explora este ámbito lingüístico, hay que reconocer que Nelson González le imprime una acotación muy propia.[2] Varias son las claves al interior del proyecto. Yendo más allá de la producción de objetos o de encerrarse en la confortable torre de cristal, sacrificar el aura del artista implica concebir lo artístico mediante regímenes y lógicas que trascienden la proyección individual desde un sentido abiertamente transdisciplinar. [3]
Las improntas sociales inscritas en los procesos de globalización humana, económica, política y citadina, son caldo de cultivo para aquellas prácticas artísticas interesadas en replantear sus perfiles de actuación y las conminan a interactuar con esos entornos desde una perspectiva no tradicional. Quizás fue Guillaume Apollinaire quien predijo, en el programa para el musical Parad, 1917, el ciclo de hibridaciones en desarrollo en el presente al hablar de la posible alianza “entre la pintura y la danza, entre las artes plásticas y las miméticas”. Como acota Joaquín Barriendos Rodríguez “En nuestros días la pureza —cultural, de género, racial o disciplinaria— suele ser entendida como una construcción artificial y academicista irreconciliable con la heteroglosia de las múltiples modernidades del mundo moderno…”[4] ¡Vamos a ver…. sigue las metodologías de los estudios visuales, culturales, la antropología, la prospección sociológica, sujeta en “la era de la post-disciplina” a la asimilación poliédrica de soportes, medios, lenguajes, tipologías y prácticas, recursos discursivos desde los cuales comprender mejor la realidad.
Como “pez en el agua”, González asumió de principio a fin el planteo de un proyecto intertextual en el que artes visuales ―instalación, performance, video―, literatura ―palabra, oralidad, texto y poesía―, música ―hip-hop, cante jondo andaluz y ópera―, teatro ―guión, dramaturgia, actuación, diseño de escenografía―, expresiones del ambulantaje, danza y folclore, se dieron la mano.
Ante todo, se auxilió del concurso de la filóloga y editora Wanda Canals Fleitas, determinante en la introducción de los ajustes necesarios al guión. Después encaró la difícil empresa de realizar los castings, concebir la escenografía y el vestuario, montar la pieza y asumir la dirección de los actores, quienes sabían que no estaban ante un director de teatro, pero aceptaron el reto de ser conducidos por un artista plástico que hizo la tarea con ecuanimidad, aunque en el fondo, tal vez, “la procesión fuera por dentro.” Fue algo que aquilataron positivamente cuando se les entrevistó sobre la aventura que González les había hecho correr.
Al mismo tiempo, resultó también una operatoria avenida como pocas a lo procesual en el arte postulada en la tesis del evento. González conocía el país y la capital, pero viajó además cerca de tres meses antes de la apertura para concluir la investigación de terreno, desarrollar la preproducción y montar el performance. No le interesaba una aproximación periférica al contexto objeto de estudio ni usufructuar la información extraída de este como “capital simbólico” en la construcción de objetos, sino traspasar la lógica de la representación, que la solvencia del sustrato cultural acumulado en Cayo Hueso y sus andares por La Habana, afloraran de forma determinante y que los resultados quedaran ahí, para lo cual activó una prospección de base sociológica en el populoso barrio, entre los moradores, las organizadores barriales, instrumentó talleres en una escuela; pasos todos clave en la hoja de ruta.
En una dinámica curatorial propensa a introducir ensanches ineludibles en la raíz del evento, a compensar la supremacía carcelaria del cubo blanco en la proyección expositiva precedente y a reforzar su interacción con el entorno urbano y con audiencias disímiles desde un posicionamiento mucho más activo ¡Vamos a ver si eso es verdad...! encajaba además “como anillo al dedo”.
Hoy en día los impredecibles contornos de las escenas urbanas son campo revalorizado dentro de la práctica artística y el pensamiento sociocultural contemporáneos, con notables progresiones en el modo de entender y pensar el arte para el espacio público. Atrás quedó la noción clásica de arte público, con su larga y jugosa secuencia de monumentos patrios, obeliscos, o de esculturas e intervenciones en parques, plazas y avenidas, u otras morfologías más innovadoras pero eminentemente contemplativas, previstas solo para adecentar o cualificar esos entornos, que poco dicen al espectador y al transeúnte habitualmente conminados a las derivas citadinas cotidianas.
También se superó el circunscribir estos intereses solo al espacio físico y territorial. De ahí que ¡Vamos a ver si eso es verdad...! comulgue con los nuevos modos de explorar en profundidad lo urbano y el sedimento identitario en el acumulado, la historia del contexto a diferentes escalas de la trama social con las herramientas relacionales y las prácticas colaborativas, para hurgar en aquello oculto bajo la piel de la ciudad.
Pero esa sea quizá solo la punta del iceberg. Detrás de estas y otras acotaciones implícitas o explícitas en la performance-acontecimiento, y en toda una línea discursiva de proyectos anteriores, afloran interrogantes de larga data sobre el ser caribeño, sus implicaciones, ahora, en la nueva geopolítica global, es decir, subyacen planteos de raíz identitaria. Como artista venezolano residente desde hace más de diez años en Aruba, isla que perteneció a las Antillas Holandesas hoy con un “estatus aparte”, contexto multicultural con más de 70 nacionalidades interactuando en ella, con voz propia en la lengua creole del Papiamento pero con niveles de subalternidad latentes respecto a la matriz metropolitana y el idioma oficial holandés, es lógico se plantee la contradictoria relación de ese territorio con Holanda desde su propia experiencia nomádica.
Como González reconocía en su texto introductorio “…la ciudad de La Habana es conocida por ser ´dicharachera` pero no es nada diferente a la Holandesa, por ejemplo, y ese podría ser el hallazgo que conecta al Caribe Holandés y Cuba…”,[5] entre muchos otros puntos de interacción posible. Más allá de esta suerte eslabón habanero intermedio en la triangulación Venezuela-Aruba-Holanda, el quid del planteo proyectual reside en el Inburgering, concepto que define el proceso de integración a la cultura holandesa, piedra angular de toda su producción reciente.
Un mapamundi trazado cada vez más sobre frágiles fronteras induce a repensar categorías filosóficas y jurídicas asentadas por la modernidad; conduce inevitablemente una y otra vez a la reflexión en torno a las interdependencias históricamente condicionadas entre centro y periferia, hegemonía y subalternidad, a la compleja urdimbre entre lo local y lo global. En ese marco poroso, como los “conceptos viajeros” de Mieke Bal, que no están fijos y viajan y cuyo valor operativo mutable difiere en cada travesía, las identidades deben entenderse no como antaño se pensaba, como construcciones inamovibles, sino desde las interacciones temporales del binomio identidad-alteridad en medio de inestabilidades, transacciones, obsolescencias, transformaciones y reacomodos constantes.
En el caso de González valdría recordar cómo Nelly Richard hablaba sobre “la localización móvil de la periferia latinoamericana…, una zona fluctuante e intersticial de desplazamientos y emplazamientos del sentido resultante de complejos procesos derivados de la movilidad”. Hoy incluso algunos autores llaman con insistencia la atención sobre “los nuevos formatos de la movilidad social”, se refieren a los “los nuevos perfiles identitarios”, sean estos “autóctono, residente, turista, extranjero, indocumentado...”. A tono con esta perspectiva, en el fondo González defiende la legitimidad de operar e incidir en contextos plurales sean la Venezuela natal, Aruba, Holanda o Cuba, y hacer parte de lo que W. E. B. du Bois adelantaba en su tiempo como el ciudadano cosmopolita.
Es lo que a mi entender subyace en ¡Vamos a ver si eso es verdad...! una suerte de fresco del día a día del cubano —con algunos apuntes políticos explícitos o implícitos, en este último caso, con la inclusión de frases críticas en papiamento, incomprensibles para la mayoría de la audiencia—, en el cual el artista, posicionado en el rol de sujeto flotante o en desplazamiento por un contexto que no es el suyo, inscrito en los márgenes de lo “glocal”, de superación de fronteras entre comunidades y naciones, de reconocimiento al intercambio y la diversidad culturales, asimila a su paso memorias e imaginarios otros, abierto al intercambio entre subjetividades con el engrose de nuevos saberes y experiencias.
La performance tuvo solo dos presentaciones: una en el patio del Centro de Arte Contemporáneo Wifredo Lam, organizador de la Bienal, y otra, más adecuada a la naturaleza del proyecto en el parque Trillo, en medio del populoso barrio de Cayo Hueso, en Centro Habana. Dada sus características, este tipo de proceder no concuerda al pie de la letra con el concepto canónico de obra sino que más bien responde a lo que Fredric Jameson entiende por “acontecimiento”,[6] en tanto se piensa en una dimensión centrada solo en la “irrepetibilidad” del momento de realización.
Dicen que “de músicos, poetas y locos, todos tenemos un poco”. Y creo que eso es verdad. La polifonía disciplinar de González —bastante atípica por cierto entre las tipologías de lo artístico más exploradas dentro del Caribe—, hizo funcionar el proyecto como un engranaje perfectamente articulado, respondió a las expectativas de la bienal de conceptuar lo transdisciplinar no desde la simple sumatoria de prácticas ni de vectores artísticos, sino en las intersecciones de diferentes campos visuales, orales, sonoro-musicales, corporales, de actuación y performativos objetivados desde la dimensión interior del artista.